“La luz y la tiniebla, la vida y la muerte, los de la derecha y los de la izquierda son hermanos entre sí; no es posible que se separen (unos de otros). Por tanto, ni los buenos son buenos ni los malos malos, ni la vida es vida, ni la muerte muerte.“
Evangelio de Felipe. Evangelios, hechos, cartas. Biblioteca de Nag Hammadi II. Pags. 25-26
El evangelio gnóstico de Felipe nos dice que tras el telón de la realidad material hallamos dos opuestos enfrentados. La Gran Obra alquimista, por su parte, pretendía la unión de dichos contrarios. Su arte, denominado espagírico, era definido con la máxima “solve et coagula” con lo que expresaban la necesidad de disolver los elementos que entran en juego en el proceso, léase separarlos en sus constituyentes elementales, para posteriormente armonizarlos en una unidad integrada a la que denominaban Lapis philosophorum. Y el proceso comenzaba con la prima materia, una masa confussa que albergaba a todos los elementos en un estado caótico, inarmónico y desintegrado. Esa masa caótica se corresponde en psicología con lo inconsciente en su estado original, en el que los instintos se hallan enfrentados los unos con los otros y en el que el ser humano es un hervidero de pasiones, un esclavo de sus propias reacciones instintivas. Los arquetipos, como modelos de organización del material inconsciente, son los verdaderos artífices de lo que luego acontece en la realidad manifiesta o histórica La psicología ha redescubierto este proceso como el que acontece en lo inconsciente. Así, la obra alquimista, traducida a términos psicológicos, es el hacer consciente lo inconsciente. Querría recordar, al hilo de esto último, que el hombre occidental es un esclavo de la materia, aunque se autoengañe llamando a su Estado con el nombre de Bienestar . Una de las imágenes simbólicas que mejor ejemplifican la esclavitud soterrada de la pretendida sociedad del bienestar, la cual, paradójicamente, es fuente de enfermedades psicosomáticas, quizás sea la carta del tarot que lleva por nombre “El Diablo”. En esta carta aparece una imagen central del Diablo y, bajo sus pies, unidos a él por cadenas, dos figuras humanas. El Diablo es, como el Demiurgo gnóstico, un símbolo de lo terrenal, de lo mundano, de la vida unilateralmente orientada hacia la consecución de bienes materiales, en definitiva, la vida prosaica que únicamente mira por la satisfacción de los deseos del ego. Así, aquellos individuos cuyos únicos intereses son los de amasar fortuna y construir cada vez más estructuras materiales, acaban siendo esclavizados siervos del diablo. La conocida historia de la venta del alma al diablo, tan magníficamente desarrollada en el Fausto de Goethe, es el gran mal del que adolece nuestra sociedad moderna que tanto aboga por el desarrollo. Y esta carta del Tarot representa magistralmente este problema y, por supuesto, las consecuencias que la adoración a la materia acarrean para la totalidad del individuo.Detrás de ese pretendido Estado del Bienestar nos encontramos al arquetipo femenino, desvinculado del masculino, actuando a sus espaldas. Y, como siempre ha sucedido, las épocas en crisis se caracterizan por el dominio de lo Femenino, escindido de lo Masculino. Lo inconsciente se hace con las riendas de la cultura y la ceguera y la estupidez supinas campean a sus anchas. ¡Bendita estulticia! Como diría Séneca.
Con semejante panorama no es de extrañar que, aquellos individuos que han adquirido un mayor nivel de consciencia, o iluminación, no sin antes una dramática bajada a los infiernos, sientan que, por el bien de la humanidad, deben dirigir al rebaño, gracias a que disponen de una verdadera autoridad, la que les es conferida por su conocimiento de las fuerzas actuantes o de la realidad trascendente. Esta idea no es nueva. Ya la encontramos enunciada en la República de Platón y en su ideal de gobierno de sabios. Sin embargo, es bien sabido que, aquellos que disponen de un conocimiento de la realidad trascendente, tienen entre sus manos un gran poder. Refiriéndose a este mismo tema Juan G. Atienza afirma:
“Si nos preguntamos abiertamente el porqué de tantas sociedades secretas o discretas, de tantas fraternidades iniciáticas, de tantos magos, astrólogos, adivinos y alquimistas pululando a la sombra de los gobernantes y en los entresijos de los golpes de estado y hasta de las revoluciones, creo que existe una respuesta que no por carecer de “pruebas” científicas tiene menos validez: la conciencia, cierta o intuida, de que, por encima de los conocimientos accesibles y permitidos –que sólo conducen al progreso material y son, por tanto, una forma más de dependencia- y por encima de la fe religiosa –que es la manipulación esclavizante por excelencia, puesto que obliga a creer en lo que se ignora por decreto-, existe un conocimiento prohibido, secreto y oculto, cuyo dominio podría presuntamente conducir al ser humano al encuentro y a la comprensión de su realidad más profunda. Hay una correlación matemática entre el saber y el poder . El que tiene –o cree tener- acceso a la realidad trascendente, el que posee o cree poseer las fórmulas que conducen al dominio de esa realidad, sabe de su ascendiente mítico sobre una parcela del pueblo sistemáticamente proscrita a la ignorancia y, a través de ella, a la superstición y a la dependencia de todo poder de origen desconocido, al cual acatará, reverenciará y hasta llegará a deidificar ”.
Fuente: La mística solar de los templarios. Los secretos de la inquietante orden de los monjes guerreros al descubierto. Ed. Martínez Roca.
Sin embargo, como tan bellamente se representa en la moderna epopeya El Señor de los Anillos el anillo de poder sólo responde ante un dueño: Sauron, el Señor Oscuro de Mordor . Esto parece apuntar a que se requiere de antemano un Gran Sacrificio: la destrucción del anillo en los fuegos del Monte del Destino. Dado que el anillo es un símbolo del poder, de aquel poder que, aunque se pretenda usar para el bien, indefectiblemente tiende a hacerse mal, la destrucción del anillo simboliza el sacrificio del deseo de poder. Lo que debe ser sacrificado es la voluntad de poder del ego y esto por el bien de la humanidad. El anillo es, también, un símbolo de totalidad, como lo demuestra su geometría circular, cual el Ouroboros alquimista, y, también, porque su nombre es un sinónimo de año, o sea, de los doce meses en los que éste se divide y, también, de los doce signos del zodíaco, por lo que su significado se hace transparente: se trata del sacrificio de la voluntad y el deseo de poder del ego por una entidad más elevada: el Sí-Mismo. En términos psicológicos es la muerte del ego y el renacimiento del Sí-Mismo. El nombre de Sauron, el señor del anillo, es muy interesante. Sauron parece aludir al Saurio, es decir, al Dragón mítico . Por tanto, podríamos interpretarlo sin temor a equivocarnos como una lucha contra las fuerzas del mal simbolizadas en la figura del Dragón, el Señor Oscuro, la imagen bíblica del Leviatán. El poder, en este caso, pertenece al Diablo. Y, al igual que Jesús es tentado en el desierto por Satanás a usar su poder para su propio beneficio personal, nuestro querido amigo Frodo, el portador del anillo, sufre las mismas mortificaciones. En esta magnífica epopeya moderna se describe con inusitada belleza la gran confrontación entre las fuerzas del Bien y del Mal, las mismas dos fuerzas con las que dábamos comienzo este ensayo.
Esta disquisición nos ha conducido directamente a un tema que tiene una importancia sobresaliente. Se trata del sacrificio que debe presidir todo acceso a la realidad trascendente. La gran diferencia entre el uso del conocimiento trascendente para el Bien de la Humanidad, y aquel que sólo busca el poder y el reconocimiento egoísta lo ejemplifican los dos magos protagonistas de nuestra epopeya moderna: Saruman y Gandalf.
Así, Gandalf, tras luchar con las fuerzas del abismo, regresa transfigurado. Sufre una muerte y un renacimiento. Y, cuando regresa, deja de ser Gandalf el Gris, para convertirse en Gandalf el Blanco. Siendo el Blanco un símbolo alquimista del albedo, etapa relacionada simbólicamente con el bautismo cristiano y, por tanto, con la iniciación, Gandalf se convierte en un “perfecto”, en un conocedor de la realidad trascendente, en un iniciado. Y esto queda reflejado cuando le dice al joven hobbit Pipin: “La muerte es sólo otro sendero que recorreremos todos. El velo gris de este mundo se levanta y todo se convierte en plateado cristal. Es entonces cuando se ve”. Él murió para salvar a sus compañeros, a la compañía de los nueve (como nueve son los caballeros templarios), y por el bien de la empresa a la que estaban todos supeditados: la destrucción del anillo. Dicha empresa, como la destrucción de las estructuras egóicas, con la característica tendencia a querer el beneficio individual en perjuicio, incluso, del bien de la humanidad (en la obra de Tolkien ésta se correspondería con los habitantes de la Tierra Media) nos muestran que hay una entidad superior a la que es menester servir, si uno no desea sufrir el destino de los Jinetes Negros . Algunos tratados de astrología afirman que aquello que caracteriza al signo de Piscis es precisamente el sacrificio del ego para servir a una entidad superior. Si tenemos en cuenta que la era cristiana ha estado regida por el símbolo de los peces, es decir, bajo los auspicios del signo de piscis, nos percatamos de que la obra de Tolkien tiene un trasfondo claramente cristiano. Esto último nos permite colegir que en todo momento y lugar los conocedores de la realidad trascendente, de las fuerzas actuantes allende el progreso material, han estado siempre a disposición de un gran poder. Si ese poder es ejercido en beneficio de la humanidad (entendiendo ésta, también, como el Antrophos gnóstico, el Andrógino o Rebis Hermafrodita alquimista, en definitiva, el Sí-Mismo), entonces se imprime un efecto positivo en la dirección de los acontecimientos históricos.
El mito del Rey exiliado que se mantiene en el anonimato y que, llegado su momento, reclama el trono que le corresponde, tiene plena vigencia en nuestros días. Y se relaciona con lo que estamos intentando desentrañar aquí, por lo que resultará de interés dedicar algunos párrafos a explicar su simbolismo. Este mito del rey herido y, como reflejo de dicha herida genital, la tierra yerma, desprovista de vida parece que se extendió como tema central en la edad media, allá por los siglos XI a XIII, significativamente en la misma época de apogeo de la orden de los monjes-guerreros conocidos como los templarios. El Rey, el León y el Sol son símbolos intercambiables. Y todos ellos se relacionan con la consciencia. Así, el rey herido tiene el significado psicológico siguiente: las ideas superiores, las que dominan el ámbito de la consciencia, o también, el sistema de valores rectores de la actitud consciente, se han vuelto inefectivos para expresar la totalidad real, convirtiéndola en una mera sombra. Esa dominante de la consciencia desaparece peligrosamente entre los contenidos ascendentes de lo inconsciente, los cuales toman, por un tiempo, las riendas del destino. Con lo cual tiene lugar un oscurecimiento de la luz solar y los elementos de lo inconsciente, en su estado original de masa confusa, se hallan enfrentados entre sí los unos con los otros. La contienda entre la dominante del ego consciente y los contenidos de lo inconsciente intenta dirimirse, al principio, haciendo uso de la razón, que pretende sujetar con una fuerte soga al elemento que se le opone. Mas estos intentos no pueden sino fracasar, obligando al ego a admitir su impotencia y permitiendo que se produzca la furiosa lucha de opuestos, una auténtica guerra abierta en el ámbito intrapsíquico. Si el ego no se inmiscuye con juicios intelectuales, la lucha tiende a acercar los elementos contarios y lo que parece un campo de batalla, colmado de muerte y destrucción, sin esperanza alguna, acaba por cambiar a un estado latente de unidad. Lo mismo que sucede a un nivel individual, cuando el mito adquiere la importancia que tuvo en la época de las cruzadas, igual que hoy en día , como se puede observar por el éxito que ha obtenido la epopeya El Señor de los Anillos, irrumpe el caos en el colectivo (la sociedad) y prende la mecha de la guerra entre todos los elementos, lo que desencadena la sed de sangre que caracteriza el espectáculo dantesco que presenciamos en oriente medio.
La pérdida de las imágenes eternas, valga decir del mito cristiano como basamento de la cultura occidental, no es asunto baladí, aunque la masa ni tan siquiera parece que se de cuenta, ni la eche en falta. Pero, aunque no eche de menos semejante carencia, encuentra en los periódicos o en los telediarios los síntomas de esa pérdida irreparable. Cuando los síntomas toman cuerpo en el mundo resulta muy difícil hacer entender a las gentes que el verdadero campo de batalla es el alma humana. Eso que en el individuo se produce como un conflicto intrapsíquico y al que es necesario prestar la máxima atención y la dedicación más plena, se traslada al campo de la proyección, tomando la forma de una división política, de un malestar social, de una violencia asesina y, en definitiva, de un clima bélico que es el origen de todo terrorismo. Cuando el hombre se convierte en un adolescente, entonces las injusticias siempre las comenten los demás, y las exigencias nunca ha de planteárselas uno mismo, sino siempre a los políticos, a los otros países, a la unión europea, a los inmigrantes, etc. La estulticia invierte el proceso que debiera regir toda cultura y lo inconsciente toma de ese modo las riendas del destino del hombre. El dragón se adueña de él y hasta lo hace olvidar lo que significa ser hombre. Se cierra el camino a cualquier reflexión que lo saque de su irresponsabilidad infantil y, en cambio, encuentra siempre una justificación para ser cada vez más cruel y despiadado, algo que observamos en la actitud del anterior presidente de los Estados Unidos, G. W. Bush, y su estúpida cruzada contra los países que engruesan las filas de lo que él denomina el “Eje del Mal”.
Precisamente la presencia viva de las imágenes eternas es la única capaz de conferir al alma aquella dignidad que le corresponde y, con ello, estar convencido de que la única salvación posible la encontrará el ser humano permaneciendo junto a ella. De ese modo, el hombre moderno se dará cuenta de que la tierra yerma es su doloroso legado, del que no se libra atacando a otros. Al reconocer su escisión interna se da cuenta de que no puede reprocharle a nadie nada, así como que él es el único responsable de reconstruir un nuevo sistema de valores que vertebre su vida toda. Pues el hombre que ha perdido sus valores es como un animal de presa, simbolizado en la alquimia por el lobo, el león, el dragón , etc., imágenes todas de las bajas pasiones y de los apetitos que se disparan cuando las aguas negras y pútridas (o la sombra de Sauron) han devorado al rey . De modo que, la renovación del rey, que había permanecido en el exilio o bajo los dominios de lo inconsciente, en su viaje a los infiernos, es un proceso que ha de tener lugar en el interior del ser humano. Dicha renovación encuentra su vivo reflejo en el florecimiento de la vida, es decir, se le permite el acceso a la vida a aquella parcela de la personalidad que había permanecido en la sombra. Con ello, la consciencia se convierte en un cristal que refleja la luz de aquel sol interior que debiera regir el destino de un individuo completo.
Este proceso de renovación del rey transforma al individuo en una verdadera Autoridad Espiritual. En la epopeya El Señor de los Anillos, esto viene representado en la figura de Trancos, quien tras un largo período en el exilio, reclama su trono como legítimo Rey de Gondor, no sin que antes tuviera lugar una lucha entre las fuerzas del Bien y del Mal (los opuestos), así como su entrada en la morada de los muertos, aliados imprescindibles en la victoria de la Luz frente a la Oscuridad. Esto último debe interpretarse atendiendo a la totalidad de la psique humana. La nueva dominante debe nutrirse de las opiniones de todos los constituyentes de la personalidad, lo que en alquimia se representa en la imagen del viejo rey que recibe los influjos del espíritu de los siete planetas. De ese modo, el individuo ya no es un complejo de opuestos enfrentados entre sí, sino una multiplicidad de elementos unidos en armonía. Esta realidad, le sucede al individuo de una forma espontánea. No se trata de una imitación consciente de la Pasión, sino más bien es el sí mismo quien soporta los sufrimientos. Es el Rey quien muere o es derrocado, quien permanece en el exilio o es enterrado y, finalmente, renace o retorna al trono renovado. No es la persona quien sufre, sino la totalidad en ella la que es torturada, muere y resucita. Esto le sucede al anthropos gnóstico, al hombre verdadero, a Cristo en el interior del hombre . Este proceso es una auténtica experiencia de aquel ser humano que ha ido a parar a la masa confusa alquimista o, más bien, que le han sobrevenido cual aluvión todo un cúmulo de contenidos de lo inconsciente, oscureciendo el ámbito de su conciencia y obligándole a tomarse la tarea de conocerse y realizarse a sí mismo con seriedad y sacrificio. La nigredo, que describían los alquimistas como “lo negro, más negro que lo negro”, simbolizada en imágenes como el cuervo, el lobo o la calavera, como etapa psicológica de muerte de las estructuras del ego que impiden la realización de la totalidad, confrontan al individuo con la muerte, la decadencia, el sufrimiento, el miedo aterrador a lo desconocido, el tormento infernal con la sensación de quemazón por las elevadas temperaturas que allí imperan, así como, también, con la desolación y la melancolía que acompañan los largos estadios de soledad. En la negrura de su desesperación personal está teniendo lugar la muerte del viejo Rey, que se transforma en una serpiente venenosa y en un dragón que escupe fuego por la boca. Pero este dragón, por necesidad intrínseca, se transforma en león y, también, en águila que devora sus plumas, imágenes estas que representan el conflicto de opuestos al que se ve enfrentado.
El comienzo del camino es, pues, una bajada a los infiernos en la cual el alma se ve alterada. Las serias amenazas ante las que el individuo se enfrenta en su descenso al Hades se expresan en la necesidad de un tremendo esfuerzo, de una lucha sin cuartel, de la presencia del demonio que infunde negligencias, errores, miedos, trastornos constantes, daños a todos los asuntos que uno desempeña conscientemente y a las personas que nos rodean. La vida toda sufre una debacle, y en mitad de la misma, está el yo consciente del individuo que ora es dominado por la arrogancia del diablo, ora por la manía y la pérdida de juicio, ora por la imputación por medio de acusaciones. Las tinieblas dominan el entendimiento y el individuo se siente poseído por unas fuerzas que él mismo no acaba de comprender. Pero si quiere curarse de semejante estado no le quedará otro remedio que esforzarse en conocer el origen de todas esas fuerzas que lo dominan, el centro de todas las imperfecciones y de las enfermedades, para que se restablezca su anterior hegemonía. De ese modo, el Rey vuelve a ejercer la autoridad en su monarquía. El diablo intenta imprimir en el espíritu humano la ambición, la brutalidad, la calumnia y la desunión, o sea, la disociación psíquica. Esto significa que el individuo queda contrahecho, el mundo parece reírse de él por lo que su sufrimiento es cada vez mayor, especialmente en el seno de la nigredo, en el caput mortuus. El laberinto de engañosas callejuelas en las que se encuentra el individuo sólo es recorrido con éxito hasta encontrar la salida, hallando los libros adecuados, atendiendo a las señales propicias y llegando al fondo de la verdad con la ayuda de Dios, en quien, en un primer momento, el individuo debe tener fe. Ahora bien, una vez atravesada la noche saturnal, el nacimiento de la nueva personalidad se produce en el seno materno de la Luna. Los alquimistas se referían a esa etapa como el albedo o emblanquecimiento, es decir, una fase de retirada de proyecciones y de toma de consciencia de la Verdad del Uno, de la totalidad anímica, allende las pretenciosas creencias y presupuestos del ego consciente. Esta fase está caracterizada por la unión de los contrarios, un trabajo de conjunción de lo Masculino y lo Femenino, de superación del sexo en las relaciones interpersonales. Con ello, se produce una diferenciación y una posterior reintegración de la sexualidad y de la espiritualidad. En esa obra al blanco lo que tiene lugar es una iluminación, una elucidación de los contenidos inconscientes que, posteriormente, serán integrados en la vida consciente, precisamente en la obra al oro, o sea, cuando surgirá el joven rey tras su largo periplo por el mundo sublunar. Es de ese fondo femenino maternal que resurge el rey renovado.
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