Mientras estudiaba Historia de la Psicología , reflexionaba acerca de cómo habíamos llegado al estado actual de absolutismo científico, en el sentido de que ciertas teorías científicas, como la Teoría de la Evolución , se han convertido en verdades incuestionables, es decir, prácticamente en un dogma de fe. Tan es esto así, que cualquier científico académico que disienta de las hipótesis neodarwinistas, se expone al descrédito por parte de sus colegas, a que sus investigaciones sean rechazadas por las principales revistas científicas y, finalmente, tenga que continuar sus trabajos investigativos al margen de la ortodoxia científica. Del mismo modo, el psicólogo que se aparte de las hipótesis cognitivo-conductuales y defienda la existencia de un Inconsciente Colectivo o Transpersonal, de una función espiritual en el ser humano, así como de la importancia de la amplitud de consciencia para la realización plena de la persona, se arriesga a ser desprestigiado y desacreditado por el stablisment científico. Y estos son sólo dos ejemplos, de los muchos que se producen a diario.
En más de una ocasión, he relacionado esta cerrazón, esta inflexibilidad, este dogmatismo con el acontecido durante la Baja Edad Media para con las hipótesis científicas, aparecidas en los comienzos de la revolución científica, que desafiaban la cosmovisión de la época. El propio Nicolás Copérnico, en su libro La revolución de las órbitas celestes, proponía que el Sol y no la Tierra era el centro del sistema solar. Y, Galileo Galilei, apoyado en observaciones telescópicas, defendió las hipótesis de Copérnico, lo que le valió la condena por herejía por parte de la Inquisición Romana. Por no mencionar que los libros de René Descartes, probablemente el pensador más influyente de la época, se encontraban en el Índice de libros prohibidos por la Iglesia Católica en 1663.
Un investigador, libre de prejuicios, se dará cuenta de que, ambas reacciones, son idénticas, aunque de signo invertido. Hoy, lo que se defiende es un materialismo a ultranza; antaño, lo que se defendía era un espiritualismo acérrimo. Ambas posturas albergan en su seno la semilla de su opuesto. Y, así como la defensa del Espíritu, a expensas de la Materia , conduce enantiodrómicamente (o sea, dando un giro pendular) al materialismo, la apología de la Materia , cuando rechaza el ámbito espiritual, conduce a una actitud espiritualista.
Tal vez sea en la perspectiva del naturalismo renacentista, donde podamos rastrear los inicios de esa reacción pendular, que condujo a la humanidad a la adoración al Dios de la Materia. Según el naturalismo renacentista los imanes son misteriosos. Pero su poder de atracción no tiene una explicación sobrenatural, como se le atribuía tradicionalmente, sino, más bien, se trata de una virtud secreta que los imanes poseen por su propia naturaleza. De igual modo, la idea tradicional religiosa que defendía la existencia de un alma, de una psyqué o “soplo de vida”, que moraba en el cuerpo dándole vida, experiencia y capacidad de acción, fue reevaluada. Para el naturalismo renacentista el cuerpo humano sería como un imán, en el sentido de que la vida y la mente no serían sino ciertos poderes naturales que residen en el cuerpo material. Este punto de vista alberga en su seno la inquietante idea de que el ser humano carece de alma.
Continua en la segunda parte
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