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martes, 24 de abril de 2012

EL CRISTO ES EL NUEVO SOL Y LA HERMANDAD DE LOS INICIADOS



Cristo representado en el centro de la rueda del zodiaco.
Manuscrito del siglo XI. Biblioteca Nacional de París.
Buscando en la Internet algo que no tiene nada que ver con el texto que a continuación les dejo, me topo con un ensayo, escrito por Ramón Guillén para el Foro de Debate de la Fundación Civil, en la cual participo esporádicamente, sobre la distinción entre el Jesucristo celebrado en la Semana Santa, el Jesús histórico y el Cristo solar o esotérico (al que yo denomino Cristo interior o Abraxas).  Al leer su contenido me doy cuenta de que, son cada vez más los  católicos, como el autor del ensayo titulado “Cristo es el nuevo sol”, en los que se aviva el interés por “conocer” al cristo gnóstico o esotérico, aunque más no sea desde una óptica racional. Por eso,  y por estar tan relacionado lo que en este escrito se aborda con los contenidos de mi último libro, La Hermandad de los Iniciados, he decidido colgar seguidamente el ensayo íntegro.  Al final del mismo realizaré algunos comentarios.

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"CRISTO ES EL NUEVO SOL"
Autor: Ramón Guillén

“Dejados tras de sí los días de celebración de la pasión y muerte de Cristo resucitado, algunos católicos amantes de la cristología y la soteriología ―como servidor― echamos de menos una distinción por parte de las autoridades eclesiásticas, de las tres divisiones que podríamos obtener de Jesucristo: el «Cristo lunar de la fe» (el celebrado en Semana Santa), el «Jesús de la historia», y el «Cristo solar o esotérico».

En este sentido, da la sensación que cualquier intento de reivindicar la figura solar de Jesús el Cristo, opuesta tanto a la del Cristo lunar predicada por Saulo de Tarso como a la del Jesús de la historia, ha de darse de bruces, no únicamente con la oposición, o, cuando menos, reticencia de la Iglesia Católica, sino también con la de los mismos cristólogos e historiadores católicos, quienes rechazarían así mismo una figura gnóstico-esotérica de Jesús el Nazareno basada en el mito, la alegoría y el símbolo.

A mi entender, como cristiano católico, el interés del esoterismo por reivindicar su propia figura de Cristo es también perfectamente lícito e, incluso, loable. ¿Por qué hemos de limitarnos al dogma de fe y a la tradición paulina? ¿Por qué basarnos sólo en los pocos datos históricos sobre Jesucristo y los primeros cristianos (véase: Cayo Cornelio Tácito, Anales; Flavio Josefo, Antigüedades de los judíos; Cayo Suetonio, Vida de los doce césares), o en las imposiciones de la «fe del carbonero» del Catecismo de Astete? Acaso, ¿no tenemos los católicos la posibilidad de valernos de la fe que busca entender, la fides quaereus intellectum (la fe que busca el entendimiento racional) de Santo Tomás de Aquino?

Sin ir más lejos, es en efecto esta reivindicación el espíritu que subyace en el esotérico Evangelio de San Juan, aquél que ya los cátaros y los templarios asimilaron para oponerse al exotérico y paganizado cristianismo paulino que ha llegado hasta nuestros días de pasos, saetas, costaleros, manolas, imaginería y folclore por doquier, al que consideran de concepción lunar y dogmática. Cátaros y templarios, efectivamente, se ocuparon de difundir una concepción solar del hombre cristiano, o, dicho de otra manera, dar a la vida del hombre cristiano un sentido iniciático, y, por qué no, católico, que encauce una dirección diferente a la que seguiría la involución de la ortodoxia cristiano-católica devenida en Romanismo.

Pero el desafío para cualquier católico de nuestro tiempo es muy grande dado que, esa concepción gnóstico-esotérica identifica a un Jesús, haz de Dios, como a un ser dual simbolizado en una doble faz cuyo envés sería el mismísimo Lucifer, el Portador de la Luz del conocimiento o de la Inteligencia Suprema. El gnosticismo a su vez, como corriente esotérica cristiana inspirada en una concepción solar del hombre, afirmaría ―como defendió el gnósticoMarción― que Cristo es hijo de un Dios de Amor, hijo de un Dios desconocido (el Agnos-Deode los antiguos griegos), y que todos los profetas y creyentes del Antiguo y Nuevo Testamento serían los acólitos del falso dios del judaísmo, Yahvé. Por tanto, los cristianos gnósticos, a diferencia de los cristianos católico-romanistas, concebirían no a un Dios único sino a un Dios dual: Bafomet, en cuyas dos cabezas estarían la imagen de Dios y la imagen del Diablo. El Abraxas o la idea de que Dios y el Demonio forman una unidad, que el principio del Bien implica el del Mal opuesto, pero complementario.

Al mismo tiempo, el gnosticismo era un desafío poético del pensamiento religioso que se iba imponiendo. Era también ―y parece seguir siéndolo― un desafío político en oposición a un dogma en el cual para engrandecer a Dios había que entenebrecer y «demonizar» a Lucifer, hasta asentar el tradicional negativo concepto judeocristiano de Satán, como ángel caído y personificación e instigador del Mal.
En descargo de dicha concepción revolucionaria y herética de Cristo, conviene recordar y señalar a su vez, el carácter marcadamente gnóstico del Evangelio de San Juan precisamente, y, para acentuar los rasgos divinos de Jesús, San Juan recurre en el Libro del Apocalipsis o Revelación a los elementos alegóricos, a la simbología de carácter solar. Sin embargo, con el consabido triunfo de la Iglesia Constantino-Paulina, el contenido esotérico del Apocalipsis se desvirtúa en pocos años y Jesús pierde rápidamente sus rasgos de dios solar para convertirse en una suerte de personificación metafísica y teosófica.
Pero, ¿qué necesitará el católico para descubrir el tesoro oculto del Cristo solar-esotérico-gnóstico? ¿Cómo se deshará de las tinieblas que no pueden desvelar los ojos de los cristianos católicos, que Fray Luis de Granada, pese a escribir la pueril Vida de Jesucristo (1575), acusaba de «creer a bulto y a carga cerrada lo que sostiene la Iglesia» (Libro de la oración y la meditación, 1554). Para poder hacerlo ―según los cristianos gnósticos―, el hombre debería iluminarse, renunciar al pensamiento y entrar en un nuevo orden mental. Deberá asumir el conocimiento, la gnosis, y, partiendo de ella, arrancarse las telarañas de los ojos para acceder a una nueva dimensión desde la cual el iniciado, el iluminado, ya no puede admitir a pies juntillas la autenticidad de los hechos que narran los Evangelios y, mucho menos, aceptar su condición de canónicos solamente por la prueba de la fe ciega, tal y como decreta la Iglesia Católica Romana, remitiendo al creyente en Cristo simplemente a la imposición del dogma, que elude p. ej. la más que probable pertenencia del Salvador a la comunidad esenio-celota del Qumrán, y su posible cargo de Maestro de Rectitud o de Justicia de la célebre secta del mallete y el mandil de lino blanco de los esenianos (proveniente de la congregación de los devotos hasideanos que se remontan a la época de la construcción en Jerusalén del Templo de Salomón, y que enseñaban y practicaban el amor a Dios, a la virtud y a la Humanidad), en cuyos misterios supuso el teólogo y erudito palestino Eusebio de Cesarea (265-340 d. C.) que fue iniciado un neófito llamado Jeshu Nasirah Bar Nagara, comúnmente conocido como Jesús de Nazareth «El Hijo del Carpintero».

Estemos o no de acuerdo con las tesis gnóstico-esotéricas, los cristianos católicos, entiendo no deberíamos ignorar que hubo en los tres primeros siglos de la historia del Cristianismo decenas y decenas de evangelios no canónicos ni sinópticos que fueron excluidos de la ortodoxia por los archipámpanos del Concilio de Nicea (325), declarados heréticos o carentes de autoridad y condenados, a las tinieblas exteriores del exotérico Romanismo. Esto llevó a René Guenón a ver en el Cristianismo una manifestación de la tradición primordial y en el Catolicismo su degeneración espiritual.

En definitiva, la concepción gnóstica y esotérica del «Cristo solar», no parece contravenir los Mandamientos ni el mensaje de las Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña ni las enseñanzas de Jesús cuyo rasgo común es la promesa de un futuro Reino del Amor al cual hemos de llegar los cristianos a través de una nueva conciencia crística pre-cristiana. Lo que decía Karl Gustav Jung, y lo que yo ―salvando las distancias― corroboro, es que hay un Cristo precristiano (Cristo solar) y otro no cristiano (Cristo lunar post paulino-Constantino). Al fin y al cabo, como dijo San Ambrosio de Milán (339-397 d. C.): «Cristo es nuestro nuevo sol».”

Autor: Ramón Guillén para el Foro de Debates de la Fundación Civil.

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Dado que Ramón Guillén, el autor de este ensayo, hace mención a Carl Gustav Jung, y teniendo en cuenta que yo abordo la misma temática, aunque desde un enfoque diferente, en uno de los capítulos del ensayo novelado La Hermandad de los Iniciados, me gustaría hacer algunos comentarios breves al texto.

En el primer capítulo de mi ensayo novelado enfoco el sustrato arquetípico que subyace a la figura mitológica de Jesucristo. Así, por más que a muchos cristianos les resulte difícil de aceptar, la “vida mítica” narrada en los evangelios sinópticos de Jesús la encontramos, con matices diversos, en mitos pre-cristianos como el de Osiris, Mitra, Attis y otros héroes o semidioses. De hecho, el simbolismo de los doce apóstoles y el maestro, en el caso del cristianismo Jesús, está relacionado por analogía con los doce signos del zodiaco y el sol que lo recorre a lo largo en su movimiento anual a lo largo de la eclíptica.

Y estas relaciones simbólicas, que deberían ser archiconocidas por muchos católicos, resulta que son ignoradas por una mayoría. Ahora bien, tal y como yo apunto en mi novela, estas relaciones no reducen el relato cristiano a una emulación, sin más, de unos mitos precristianos, como si el cristianismo fuese una copia inventada por los Padres de la Iglesia para que el cristianismo fuese aceptado y, de ese modo, extenderse por doquier y hacerse con el poder temporal de la época. Desde luego que, visto desde una perspectiva simplona y literalista, hay muchos investigadores e historiadores que así lo consideran.  Sin embargo, lo que yo desarrollo en mi novela a través del diálogo entre un maestro y sus doce discípulos (y aquí, ya puede ver el lector el arquetipo del que me estoy sirviendo), es precisamente un punto de vista bien distinto. El hecho de que el cristianismo esté simbolizando unos motivos que son comunes a otros mitos y religiones, como las religiones mistéricas o, incluso, algunos mitos griegos como el de Heracles/Hércules, nos está indicando que en su seno hallamos unas enseñanzas espirituales que hablan del y le hablan al  transfondo anímico del ser humano.

Prosigo, en mi ensayo novelado, narrando las experiencias interiores que los personajes han tenido a lo largo de su vida, y en el interior del monasterio en el que residen, como por ejemplo sus visiones, sus sueños, sus encuentros fortuitos con entidades del Mundus Imaginalis, Inconsciente Colectivo o, como yo prefiero llamarlo, del Alma, para que el lector sea consciente, casi sin darse cuenta, de que son estas experiencias las que se relacionan con el mito cristiano, es decir, con la historia espiritual narrada en las sagradas escrituras, y que es así como debiera comprenderse el mensaje que encierran los evangelios. Dicho de otro modo, que los textos bíblicos, como los de los evangelios gnósticos, o los de cualquier otra religión o corriente espiritual, han de comprenderse como “hechos” referidos a un Reino que no es de este mundo (el Alma).

Es cierto que, en La Hermandad de los Iniciados, doy mucho peso a los evangelios gnósticos y, también, a algunos textos alquímicos, como La Fuga de Atalanta, por ejemplo, así como a las imágenes místicas de un Jacob Boehme, y, en ciertos diálogos entre los hermanos de la comunidad de los doce, aparecen ciertas críticas al cristianismo exotérico. Pero, si así lo hago, es porque trato de compensar una actitud que ha venido siendo la tónica habitual desde los primeros siglos de la era cristiana: la de una crítica y una persecución atroz de aquellos que han albergado en su seno la luz divina, simbolizada en el Ermitaño del Tarot de Marsella, precisamente por los representantes del poder temporal.  

Para terminar, y no alargar demasiado este ensayo, me gustaría reseñar una de las grandes diferencias entre el ensayo de Ramón Guillén, y lo que yo desarrollo en mi ensayo novelado. Las tres divisiones de Jesús, las considero, más bien, arbitrarias y, en todo caso, solo aparentes. De ahí que, a lo largo de la novela, se vaya descubriendo que el Jesús histórico, esto es, el corporal o de carne y hueso, el hombre físico, y el Cristo interior o Abraxas son como las dos caras de una misma moneda, como dos manifestaciones de una Realidad que es, en el fondo, indivisa. Puesto que, lo trascendente y lo inmanente se hacen, en la figura de Jesucristo, Uno. Y esa es, en último término, la idea que trato de trasmitir en la novela: que la experiencia de la divinidad tiene lugar en un momento histórico, en el aquí y ahora, transformando todas las dimensiones de las que se compone el hombre que así lo experimenta.  


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