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miércoles, 3 de abril de 2013

DECLARACIONES DE GOETHE SOBRE EL CRISTIANISMO



J.W. Goethe y J. P. Eckerman

Reproduzco en esta entrada de hoy un fragmento del libro Conversaciones con Goethe en los últimos años de su vida, escritos entre 1836 y 1848, que el escritor y poeta alemán, de origen humilde, Johann Peter Eckermann, tuvo el mérito de recoger escrupulosamente, y que es un documento inestimable sobre el último periodo de la vida del gran poeta alemán, J. W. Goethe.

J. P. Eckermann se convirtió en el discípulo de Goethe, tras enviarle a éste en 1823 el manuscrito de su obra poética titulada Aportaciones a la poesía con particular referencia a Goethe, publicada en 1821. 

El fragmento que reproduzco a continuación corresponde a la tercera parte de las Conversaciones, escrito, según el texto, el Domingo 11 de marzo de 1832, y que versa sobre la religión y, en especial, del cristianismo. Tuve conocimiento de este libro luego de que se hubiese publicado mi ensayo novelado, titulado "La hermandad de los iniciados", gracias a la gentileza de Salvador Harguindey, y me resultó sumamente interesante, y hasta tranquilizador, el haber comprobado a posteriori que el gran poeta alemán había expresado, casi dos siglos antes, unas opiniones muy parecidas a las que sostengo en uno de los capítulos de "La hermandad". 

El texto dice así:

"Por la noche, una hora con Goethe, entretenidos en departir toda clase de temas. Comparara yo una Biblia inglesa que, con harto sentimiento mío, comprobé no traía los Apócrifos, por no estimarlos auténticos ni de origen divino (...). Comuníquele a Goethe mi sentimiento ante ese modo tan mezquino de ver las cosas, estimando unos libros del Antiguo Testamento cual directamente dictados por Dios y otros no menos excelentes, como apócrifos; ¡cual si hubiere algo noble y grande que no procediese de Dios y no fuese fruto de su influjo!

-Estoy enteramente de acuerdo con usted -me dijo Goethe-. Pero las cosas de la Biblia deben considerarse con arreglo a un doble criterio; hay, en primer lugar, el criterio de una suerte de religión natural, el de la pura naturaleza y razón, la cual es de origen divino. Este se mantendrá siempre en el mismo, y perdurará y regirá en tanto haya en el mundo seres dotados por Dios de inteligencia. Pero ese punto de vista es sólo para los elegidos y harto elevado y noble para hacerse patrimonio de todos. Hay luego el criterio que sigue la Iglesia y que resulta ya más humano. Cierto que es defectuoso, sujeto a cambio y mudanza, pero durará mientras haya en el mundo seres débiles de cerebro. La luz de la pura revelación divina es harto clara y radiante para que pueda soportarla el hombre simple y débil. Pero la Iglesia aparece aquí cual bienhechora intermediaria para temperar y adaptar las cosas a fin de que la revelación a todo alcance y redunde en bien de muchos. La Iglesia cristiana se cree sucesora de Cristo y que, por eso, puede librar al hombre de sus culpas, y eso le confiere un poder grande. Y el clero cristiano cuida muy bien de conservar ese poder y ese prestigio y asegurar el tinglado cristiano. Es natural, por consiguiente, que le importe poco a la Iglesia el que tal o cual  libro bíblico contribuya más o menos al esclarecimiento de las inteligencias o contenga doctrinas de alta moral y humanidad noble; lo que principalmente le interesa es hacer resaltar en los libros de Moisés el episodio del pecado original y la necesidad de un Salvador, que de ese episodio se deriva; en los Profetas, las constantes alusiones a ese Redentor esperado, y en los Evangelios a su aparición real en la Tierra, su pasión y muerte en la cruz y el perdón de nuestros pecados. Y como usted puede ver, para tales fines y pesados en la balanza, ni el noble Tobías, ni el sabio Salomón, ni el sentencioso Sirach (ni los evangelios gnósticos, podríamos añadir nosotros), valen gran cosa. Por lo demás, esos calificativos de auténtico y apócrifo, aplicado a los libros de la Biblia, resultan chocantes. Porque ¿qué es lo auténtico, sino aquello tan excelente de por sí que armoniza con lo más puro de la Naturaleza y la razón humana, y hoy mismo todavía puede contribuir a nuestra formación? ¿Y qué, lo apócrifo, sino lo absurdo, disparatado y huero, que no engendra ningún fruto o, por lo menos, ningún fruto bueno? (entendido así, muchos de los libros de texto que actualmente se estudian a las universidades habría que concebirlos como apócrifos, es decir, insulsos, disparatados, hueros e inauténticos) Si la autenticidad de los libros del Evangelio hubiera de juzgarse desde el punto de vista de si aquello que transmite es absolutamente verdadero, podría dudarse de la autenticidad del propio Evangelio, en algunos puntos; porque Marcos y Lucas escribieron, no lo que ellos habían visto, sino lo que de la tradición oral recogieran, y Juan redactó su Evangelio en edad ya provecta. Yo, sin embargo, tengo por auténticos los cuatro Evangelios, porque en ellos alienta el fulgor de la personalidad sublime de Cristo, el soplo más divino que sobre la Tierra se ha manifestado nunca. Y si me preguntasen ahora si estoy dispuesto a inclinarme ante esa revelación, respondería sencillamente: "En absoluto me inclino ante ella como ante la revelación divina del más alto principio de moral." Pero si me preguntan si también estoy dispuesto a venerar al sol, respondo yo también: "Desde luego, en absoluto, ya que El es también una revelación de lo alto y, por cierto, la más poderosa que nos es dado contemplar a los hijos de la Tierra. Adoro en la luz y la fuerza genética de Dios, por la que todos vivimos, obramos y somos, y con nosotros todos los animales y plantas. Pero si después todavía me preguntasen si estoy dispuesto a inclinarme ante el hueso del dedo pulgar del apóstol Pedro y Pablo, respondería: "Dejadme en paz y no me vengáis con vuestros desatinos. No oscurezcáis el espíritu", dijo el apóstol. Hay muchas sandeces en los cánones de la Iglesia. Pero es que la Iglesia pretende dominar, y para ello necesita de una masa roma que se humille y se deje gobernar. Nada teme tanto el alto clero, ricamente dotado, como la ilustración de las masas inferiores. De ahí que por largo tiempo, por todo el tiempo que pudo, les tuviera vedada la lectura de la Biblia. Porque ¿qué iba a pensar el pobre fiel cristiano de esa pompa principesca que gastan los prelados opulentos, cuando ve en los Evangelios la pobreza y miseria de Cristo, que va humildemente a pie con sus discípulos, mientras el principesco obispo va en carroza tirada por seis caballos? (En este sentido, el nuevo Papa Francisco I, está siendo un modelo ejemplar de humildad, a seguir por el resto del clero y de los cristianos) No nos damos cuenta -prosiguió Goethe- de todo lo que le debemos a Lutero y a la Reforma en general. Ambos nos emanciparon de la limitación espiritual, y luego, por efecto del progreso constante de nuestra cultura, nos hemos capacitado para volver a las fuentes y tomar el cristianismo en su prístina pureza. Hemos vuelto a sentirnos orgullosos de nuestra divina naturaleza humana. Y ahora ya, por mucho que la cultura progrese, por mucho que las ciencias naturales se acrezcan en extensión y hondura y por mucho que el espíritu humano se remonte a lo alto, nunca irá más allá de la altura y la cultura moral del cristianismo, tal y como brilla y refulge en los Evangelios. (...) Pues luego que hayamos incorporado y sentido la pura doctrina del amor de Cristo, nos sentiremos grandes y libres en nuestra condición de hombres, y no daremos gran valor al detalle de que el culto externo tenga esta o la otra forma. Y así, poco a poco, el cristianismo de la palabra y el dogma se convertirá en un cristianismo de sentimiento y de la acción.

(...) Dios no se retiró a descansar después de los imaginarios seis días de la Creación, sino que su actividad es hoy tan intensa como el primer día. Construir este grosero mundo con elementos simples y hace que ruede año tras año, iluminado por los rayos del sol, no le habría interesado gran cosa si no hubiera tenido el plan de fundar en este solar de la materia, un vivero de espíritus. Y por eso actúa sin cesar sobre las naturalezas superiores para elevar de ese modo a las más bajas. 

Calló Goethe. Pero yo guardé en mi corazón sus grandes y buenas palabras."

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