La Incredulidad de Santo Tomás, de Caravaggio (1601-1602) |
Ya hemos indicado en la entrada
anterior que Dios no es ningún objeto nuestro, es decir, de ningún acto que
realicemos, como si Dios fuese el objeto supremo. Dios es el que hace que el
ente y, por lo tanto, el hombre, sea quien es, puesto que es El que posibilita
la existencia misma del ser humano.
La respuesta cristiana a esa
Presencia, que se hace sentir en el hombre como una llamada o vocación (vocatus) es la actitud teologal que se
compone de fe, esperanza y caridad; en el Islam sería la sumisión a la voluntad
divina; en el hinduismo sería la Bhakti,
que podría traducirse como devotio,
es decir, la entrega de uno mismo a Dios. En todas estas actitudes hallamos una
entrega del sujeto a Dios, que es el centro de su vida.
Cuando hablamos del término creer
en Dios debemos diferenciar los tres usos de esta palabra:
1. Creer
que: Que alude una forma débil de saber, es decir, a un saber aproximado. Ej.
Creo que Pedro estará mañana en Madrid (se sospecha, pero no se sabe con
certeza).
2. Creer
a: Cuando los sujetos otorgan credibilidad suficiente a quien se cree para
aceptar lo que dice. Ej.: Creo a Alberto cuando me dice que él no ha sido el
responsable del accidente de tráfico.
3. Creer
en: Remite a otra persona. Relación interpersonal en la que se acepta y
reconoce a aquél a quien se cree. Esta forma de creer produce un encuentro con
el otro, pues el sujeto sale de sí mismo.
Así, es sobre todo esta última
forma del término creer a la que se alude cuando se dice creo en Dios (en el
Misterio). Pero la relación con el Misterio o con Dios precisa de unos
preámbulos existenciales sin los cuales no es posible:
1. Reconocimiento
de la presencia de Dios en nosotros. De lo contrario no podríamos oír su
palabra.
2. Despertar
del yo a la Realidad. Los Psicólogos analíticos y transpersonales lo denominan
despertar de la Conciencia o de los sentidos del Alma.
3. Búsqueda
más allá de uno mismo (del mundo conocido, o sea, de la consciencia colectiva o
espíritu de la época). El hombre se percibe como un enigma para sí mismo. La
pregunta clave es ¿Quién soy? El modernismo y, en gran medida también, el
post-modernismo se caracteriza por una respuesta de distracción de la
experiencia, es decir, de huída de sí mismo para llenar el vacío de Dios con el
consumo de cosas. Claro, como el vacío que Dios deja es infinito, ningún objeto
de deseo lo llenará jamás. De ahí el consumismo atroz de la cultura
unilateralmente extravertida en la que vivimos.
4. Llegamos
al umbral de la conversión porque, el
encuentro con el Misterio, produce un cambio de rumbo, un cambio de
corazón y/o de mente, es decir, una metanoia. La transformación que se opera
es tan radical que las tradiciones lo expresan mediante el símbolo del
renacimiento o nuevo nacimiento. C. G. Jung, y posteriormente S. Grof, dirán
que se trata de una muerte y un renacimiento del sujeto, es decir, de una
actitud heroica voluntarista e individualista. El sujeto adopta una actitud
radicalmente distinta frente a todas las esferas de la realidad en las que
entra en contacto. S. Grof denomina a esta nueva actitud holotrópica, lo que evoca la imagen de un girasol. El yo dejaría de
ser el centro rector de toda actuación y se desplazaría hacia Dios, el único
y verdadero eje o centro alrededor del cual gira el yo, como la tierra
alrededor del sol. Comienza a producirse
una relación de sujeto frente a otro sujeto, en lugar de tratar de convertir a
los sujetos en objetos que sirvan a nuestros propósitos o metas. Para ello es
indispensable el desprendimiento de todo. Así, descubierto el más allá de
nosotros, el sujeto da el paso de ir más allá de sí mismo. Encuentra la piedra
preciosa, el tesoro difícil de alcanzar, la piedra filosofal escondida en lo
profundo de sí mismo. Esta trascendencia del yo es, al mismo tiempo, un
encuentro con lo otro, lo que llevaría a la más alta expresión de la
personalidad humana. Jung denominará a este autotrascenderse proceso de individuación. En él se
produce una renuncia de sí, una entrega al Otro, único modo de llegar a un
encuentro con esa presencia que hace que el sujeto sea. Los alquimistas se
refieren al Lapis, que es un símbolo
del Cristo interior, aunque un Cristo ctónico, como al imán de los filósofos,
porque pone en el sujeto la fuerza de atracción que lo mueve hacia él en un
movimiento centrovertido (E. Neumann), es decir, una circunvolución alrededor
de un centro que es Dios. San Agustín habla también de esta gracia para dar el
paso hacia lo desconocido. El profeta Isaías lo expresa diciendo que hay que
poner a Dios en el centro de la vida, haciéndola plena, es decir, eterna.
5. Por
lo tanto, la fe es aquello que hace vivir al hombre, aquello que le impulsa.
Así, la experiencia mística convierte la fe en experiencia real de lo Real. La
relación con Dios se realiza siempre en el interior de la fe. Y en la relación
con Dios el ser humano se diviniza. De ahí que el alma, de acuerdo con Jung,
sea divinizada por el encuentro con Dios.
La fe es, por lo tanto, experiencia de Dios. En ello, el
sujeto se compromete por entero y esto se sigue de la experiencia de la fe.
Esta experiencia pone en ejercicio a toda la existencia siendo Dios el centro
de esa existencia: "Solo Dios basta", dice Teresa de Jesús. El conjunto de la vida del ser humano acaba siendo el medio
para vivir la experiencia de Dios. Por lo tanto, la vida toda se experimenta
como sagrada.
Este proceso de vivenciación de la actitud creyente se hace
a través de modos diversos:
1. La vivencia
de la fe a través de la oración es la puesta en ejercicio de la fe, como acto
que capacita el ejercicio de la fe. La oración es, por lo tanto, la
actualización de la fe, es decir, la vivencia de la fe. Los actos incontables
de oración lo son realmente cuando surgen de una actitud orante, es decir, de
una actitud en la que se vive la vida ante la presencia de Dios. La oración así
entendida se expresará de acuerdo a las distintas circunstancias y situaciones
que el hombre atraviesa y con los actos que realice. Los místicos han hecho la
experiencia de toma de consciencia de Dios en la oración. La práctica de la
oración hace que se sea consciente de la presencia de Dios, lo que produce un
sentimiento intenso su presencia.
2. En
ocasiones, y esto es cada vez más frecuente, este sentimiento intenso y
profundo de presencia de Dios (que colorea la existencia entera) se produce
fuera de la oración, lo que provoca que el individuo tenga fe.
3. Otra
forma de sentimiento intenso en el que Dios se hace presente puede ser a través del Amor al prójimo. El
ejercicio del Amor puede dar lugar a estas experiencias. Cuando hablamos de
amor al prójimo (por ejemplo, amor a la esposa, al hijo, al amigo, etc.) nos
referimos aquí a un amor maduro, que tiene en cuenta al otro como a un sujeto, en
el que Dios se hace presente; no a un amor inmaduro que trata de convertir al
otro en un objeto con el que cumplir nuestros deseos egoístas (Martin Buber).
4. El
solo hecho de reconocer la Presencia de Dios ya es una experiencia, es decir,
creer ya es una experiencia. El mismo Job proclama, tras sufrir toda una serie
de calamidades, que antes sabía de Dios de oídas, pero a partir de un cierto
momento lo ha visto. La experiencia de Pablo de camino a Damasco es otro
ejemplo de conversión, en el que Paulo experimenta la presencia de Dios, o sea,
Dios se le hace presente.
De lo dicho se colige que toda
experiencia de Dios es una experiencia mística. Empieza cuando el sujeto toma
consciencia de la presencia de Dios y se somete o responde a ella. Po lo tanto,
un místico es un individuo que ha mantenido una relación personal con la
realidad última.
No obstante, la cosa no acaba ahí. Siempre cabe ir progresando y las experiencias van cambiando. Podríamos decir que hay más distancia entre un creyente literalista y un místico, que entre un místico y un laico. Lo que caracteriza al místico es el reconocimiento y la aceptación del Misterio.
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