Cristo representado en el centro de la rueda del zodiaco. Manuscrito del siglo XI. Biblioteca Nacional de París. |
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"CRISTO ES EL NUEVO SOL"
Autor: Ramón Guillén
“Dejados
tras de sí los días de celebración de la pasión y muerte de Cristo resucitado,
algunos católicos amantes de la cristología y la soteriología ―como servidor―
echamos de menos una distinción por parte de las autoridades eclesiásticas, de
las tres divisiones que podríamos obtener de Jesucristo: el «Cristo lunar de la fe» (el
celebrado en Semana Santa), el «Jesús de la historia», y el «Cristo solar o
esotérico».
En este sentido, da la sensación que
cualquier intento de reivindicar la figura solar de Jesús el Cristo, opuesta
tanto a la del Cristo lunar predicada por Saulo de Tarso como
a la del Jesús de la historia, ha de darse de bruces, no únicamente con la
oposición, o, cuando menos, reticencia de la Iglesia Católica ,
sino también con la de los mismos cristólogos e historiadores católicos,
quienes rechazarían así mismo una figura gnóstico-esotérica de Jesús el
Nazareno basada en el mito, la alegoría y el símbolo.
A mi entender, como cristiano
católico, el interés del esoterismo por reivindicar su propia figura de Cristo
es también perfectamente lícito e, incluso, loable. ¿Por qué hemos de
limitarnos al dogma de fe y a la tradición paulina? ¿Por qué basarnos sólo en
los pocos datos históricos sobre Jesucristo y los primeros cristianos (véase:
Cayo Cornelio Tácito, Anales; Flavio Josefo, Antigüedades de los judíos; Cayo Suetonio, Vida de
los doce césares), o en las imposiciones de la «fe del carbonero»
del Catecismo
de Astete? Acaso, ¿no tenemos los católicos la posibilidad de
valernos de la fe que busca entender, la fides quaereus intellectum (la fe que busca el
entendimiento racional) de Santo Tomás de Aquino?
Sin ir más lejos, es en efecto esta
reivindicación el espíritu que subyace en el esotérico Evangelio de San Juan,
aquél que ya los cátaros y los templarios asimilaron para oponerse al exotérico
y paganizado cristianismo paulino que ha llegado hasta nuestros días de pasos,
saetas, costaleros, manolas, imaginería y folclore por doquier, al que
consideran de concepción lunar y dogmática. Cátaros y templarios,
efectivamente, se ocuparon de difundir una concepción solar del hombre
cristiano, o, dicho de otra manera, dar a la vida del hombre cristiano un
sentido iniciático, y, por qué no, católico, que encauce una dirección
diferente a la que seguiría la involución de la ortodoxia cristiano-católica
devenida en Romanismo.
Pero el desafío para cualquier
católico de nuestro tiempo es muy grande dado que, esa concepción
gnóstico-esotérica identifica a un Jesús, haz de Dios, como a un ser dual
simbolizado en una doble faz cuyo envés sería el mismísimo Lucifer, el Portador
de la Luz del
conocimiento o de la
Inteligencia Suprema. El gnosticismo a su vez, como corriente
esotérica cristiana inspirada en una concepción solar del hombre, afirmaría
―como defendió el gnósticoMarción―
que Cristo es hijo de un Dios de Amor, hijo de un Dios desconocido (el Agnos-Deode
los antiguos griegos), y que todos los profetas y creyentes del Antiguo y Nuevo
Testamento serían los acólitos del falso dios del judaísmo, Yahvé. Por tanto,
los cristianos gnósticos, a diferencia de los cristianos católico-romanistas,
concebirían no a un Dios único sino a un Dios dual: Bafomet, en cuyas dos
cabezas estarían la imagen de Dios y la imagen del Diablo. El Abraxas o la idea
de que Dios y el Demonio forman una unidad, que el principio del Bien implica
el del Mal opuesto, pero complementario.
Al mismo tiempo, el gnosticismo era
un desafío poético del pensamiento religioso que se iba imponiendo. Era también
―y parece seguir siéndolo― un desafío político en oposición a un dogma en el
cual para engrandecer a Dios había que entenebrecer y «demonizar» a Lucifer,
hasta asentar el tradicional negativo concepto judeocristiano de Satán, como
ángel caído y personificación e instigador del Mal.
En descargo de dicha concepción
revolucionaria y herética de Cristo, conviene recordar y señalar a su vez, el
carácter marcadamente gnóstico del Evangelio de San Juan precisamente, y, para
acentuar los rasgos divinos de Jesús, San Juan recurre en el Libro del
Apocalipsis o Revelación a los elementos alegóricos, a la simbología de
carácter solar. Sin embargo, con el consabido triunfo de la Iglesia
Constantino-Paulina , el contenido esotérico del Apocalipsis
se desvirtúa en pocos años y Jesús pierde rápidamente sus rasgos de dios solar
para convertirse en una suerte de personificación metafísica y teosófica.
Pero, ¿qué necesitará el católico
para descubrir el tesoro oculto del Cristo solar-esotérico-gnóstico? ¿Cómo se
deshará de las tinieblas que no pueden desvelar los ojos de los cristianos
católicos, que Fray Luis de Granada, pese a escribir la pueril Vida de
Jesucristo (1575),
acusaba de «creer a bulto y a carga cerrada lo que sostiene la Iglesia» (Libro de la oración y la meditación, 1554). Para poder hacerlo ―según los
cristianos gnósticos―, el hombre debería iluminarse, renunciar al pensamiento y
entrar en un nuevo orden mental. Deberá asumir el conocimiento, la gnosis, y,
partiendo de ella, arrancarse las telarañas de los ojos para acceder a una
nueva dimensión desde la cual el iniciado, el iluminado, ya no puede admitir a
pies juntillas la autenticidad de los hechos que narran los Evangelios y, mucho
menos, aceptar su condición de canónicos solamente por la prueba de la fe ciega,
tal y como decreta la
Iglesia Católica Romana, remitiendo al creyente en Cristo
simplemente a la imposición del dogma, que elude p. ej. la más que probable
pertenencia del Salvador a la comunidad esenio-celota del Qumrán, y su posible
cargo de Maestro de Rectitud o de Justicia de la célebre secta del mallete y el
mandil de lino blanco de los esenianos (proveniente de la congregación de los
devotos hasideanos que se remontan a la época de la construcción en Jerusalén
del Templo de Salomón, y que enseñaban y practicaban el amor a Dios, a la
virtud y a la Humanidad ),
en cuyos misterios supuso el teólogo y erudito palestino Eusebio
de Cesarea (265-340 d. C.) que fue
iniciado un neófito llamado Jeshu Nasirah Bar Nagara, comúnmente conocido como Jesús de
Nazareth «El Hijo
del Carpintero».
Estemos o no de acuerdo con las tesis
gnóstico-esotéricas, los cristianos católicos, entiendo no deberíamos ignorar
que hubo en los tres primeros siglos de la historia del Cristianismo decenas y
decenas de evangelios no canónicos ni sinópticos que fueron excluidos de la
ortodoxia por los archipámpanos del Concilio de Nicea (325), declarados
heréticos o carentes de autoridad y condenados, a las tinieblas exteriores del
exotérico Romanismo. Esto llevó a René Guenón a
ver en el Cristianismo una manifestación de la tradición primordial y en el
Catolicismo su degeneración espiritual.
En definitiva, la concepción gnóstica
y esotérica del «Cristo solar», no parece contravenir los Mandamientos ni el
mensaje de las Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña ni las enseñanzas
de Jesús cuyo rasgo común es la promesa de un futuro Reino del Amor al cual
hemos de llegar los cristianos a través de una nueva conciencia crística
pre-cristiana. Lo que decía Karl Gustav Jung, y lo que yo ―salvando las distancias―
corroboro, es que hay un Cristo precristiano (Cristo solar) y otro no cristiano
(Cristo lunar post paulino-Constantino). Al fin y al cabo, como dijo San
Ambrosio de Milán (339-397 d. C.): «Cristo es nuestro nuevo
sol».”
Autor: Ramón
Guillén para el Foro de
Debates de la Fundación Civil.
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Dado
que Ramón Guillén, el autor de este ensayo, hace mención a Carl Gustav Jung, y
teniendo en cuenta que yo abordo la misma temática, aunque desde un enfoque
diferente, en uno de los capítulos del ensayo novelado La
Hermandad de los Iniciados, me gustaría hacer algunos comentarios
breves al texto.
En
el primer capítulo de mi ensayo novelado enfoco el sustrato arquetípico que
subyace a la figura mitológica de Jesucristo. Así, por más que a muchos
cristianos les resulte difícil de aceptar, la “vida mítica” narrada en los
evangelios sinópticos de Jesús la encontramos, con matices diversos, en mitos
pre-cristianos como el de Osiris, Mitra, Attis y otros héroes o semidioses. De
hecho, el simbolismo de los doce apóstoles y el maestro, en el caso del
cristianismo Jesús, está relacionado por analogía con los doce signos del
zodiaco y el sol que lo recorre a lo largo en su movimiento anual a lo largo de
la eclíptica.
Y
estas relaciones simbólicas, que deberían ser archiconocidas por muchos católicos,
resulta que son ignoradas por una mayoría. Ahora bien, tal y como yo apunto en
mi novela, estas relaciones no reducen el relato cristiano a una emulación, sin
más, de unos mitos precristianos, como si el cristianismo fuese una copia
inventada por los Padres de la Iglesia para que el cristianismo fuese aceptado y,
de ese modo, extenderse por doquier y hacerse con el poder temporal de la época.
Desde luego que, visto desde una perspectiva simplona y literalista, hay muchos
investigadores e historiadores que así lo consideran. Sin embargo, lo que yo desarrollo en mi novela
a través del diálogo entre un maestro y sus doce discípulos (y aquí, ya puede
ver el lector el arquetipo del que me estoy sirviendo), es precisamente un
punto de vista bien distinto. El hecho de que el cristianismo esté simbolizando
unos motivos que son comunes a otros mitos y religiones, como las religiones mistéricas
o, incluso, algunos mitos griegos como el de Heracles/Hércules, nos está
indicando que en su seno hallamos unas enseñanzas espirituales que hablan del y
le hablan al transfondo anímico del ser
humano.
Prosigo,
en mi ensayo novelado, narrando las experiencias interiores que los personajes
han tenido a lo largo de su vida, y en el interior del monasterio en el que
residen, como por ejemplo sus visiones, sus sueños, sus encuentros fortuitos
con entidades del Mundus Imaginalis,
Inconsciente Colectivo o, como yo prefiero llamarlo, del Alma, para que el
lector sea consciente, casi sin darse cuenta, de que son estas experiencias las
que se relacionan con el mito cristiano, es decir, con la historia espiritual
narrada en las sagradas escrituras, y que es así como debiera comprenderse el
mensaje que encierran los evangelios. Dicho de otro modo, que los textos bíblicos,
como los de los evangelios gnósticos, o los de cualquier otra religión o
corriente espiritual, han de comprenderse como “hechos” referidos a un Reino
que no es de este mundo (el Alma).
Es
cierto que, en La
Hermandad de los Iniciados, doy mucho peso a los evangelios gnósticos
y, también, a algunos textos alquímicos, como La Fuga de Atalanta, por
ejemplo, así como a las imágenes místicas de un Jacob Boehme, y, en ciertos diálogos
entre los hermanos de la comunidad de los doce, aparecen ciertas críticas al
cristianismo exotérico. Pero, si así lo hago, es porque trato de compensar una
actitud que ha venido siendo la tónica habitual desde los primeros siglos de la
era cristiana: la de una crítica y una persecución atroz de aquellos que han
albergado en su seno la luz divina, simbolizada en el Ermitaño del Tarot de
Marsella, precisamente por los representantes del poder temporal.
Para
terminar, y no alargar demasiado este ensayo, me gustaría reseñar una de las
grandes diferencias entre el ensayo de Ramón Guillén, y lo que yo desarrollo en
mi ensayo novelado. Las tres divisiones de Jesús, las considero, más bien, arbitrarias
y, en todo caso, solo aparentes. De ahí que, a lo largo de la novela, se vaya
descubriendo que el Jesús histórico, esto es, el corporal o de carne y hueso,
el hombre físico, y el Cristo interior o Abraxas
son como las dos caras de una misma moneda, como dos manifestaciones de una
Realidad que es, en el fondo, indivisa. Puesto que, lo trascendente y lo
inmanente se hacen, en la figura de Jesucristo, Uno. Y esa es, en último término,
la idea que trato de trasmitir en la novela: que la experiencia de la divinidad
tiene lugar en un momento histórico, en el aquí y ahora, transformando todas
las dimensiones de las que se compone el hombre que así lo experimenta.
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