Creo que he llegado a una conclusión sobre la inversión inmobiliaria, y no es económica, ni siquiera jurídica: es antropológica. El Estado español —ese engranaje que funciona cada vez más como vocero obediente de los burócratas de Bruselas— ha mostrado ya sin pudor su apetito de rapiña. No hablamos de política fiscal, sino de algo más primitivo: la pulsión de capturar, de devorar, de apropiarse de la riqueza ajena bajo el disfraz de norma y legalidad.
La estulticia, claro está, campea en la política como la hierba mala en un campo abandonado. Pero la estupidez, siendo numerosa, no es la más peligrosa. El mal verdadero no está en la torpeza de los ineptos, sino en la astucia fría de quienes, sin escrúpulos, manipulan, legislan y ejecutan para su propio beneficio. Si entre los políticos abundan los imbéciles, no faltan tampoco los malvados: psicópatas brillantes, narcisistas sin sombra, sujetos que han reducido la vida al ejercicio de poder y al saqueo disfrazado de servicio público.
Lo interesante es que ya no disimulan. He ahí la ingenuidad reveladora: como un niño que presume de su travesura sin comprender aún la magnitud del delito, los políticos están verbalizando sus intenciones respecto a la inversión inmobiliaria. Quieren apropiarse de la riqueza privada bajo la coartada del bien común, pero sus palabras traicionan lo que realmente son: un conglomerado de parásitos revestidos de moral pública.
Desde una lectura junguiana, podríamos decir que el Estado se está convirtiendo en la encarnación del arquetipo del Viejo Rey Herido: un poder envejecido, impotente para crear y regenerar, que se alimenta caníbalmente de la vitalidad de sus súbditos. El ciudadano que invierte, que arriesga, que construye, representa la energía del Puer, la fuerza juvenil que busca abrir caminos. Pero ese impulso creador es interceptado por el Senex oscuro, el Estado burocrático, que lo encarcela con normativas, impuestos y sospechas.
La tragedia es shakesperiana: un reino gobernado por bufones mediocres y villanos refinados, donde la justicia se convierte en máscara y la virtud en sarcasmo. La historia, como en Tolstói, se despliega no por grandes ideales sino por la inercia de millones de voluntades resignadas, atrapadas en una telaraña de normas y miedos. Y, como advertía Ortega, asistimos a la rebelión de las masas, no ya como poder autónomo, sino como masa dócil dirigida por una élite de especialistas en dominación.
¿Qué queda entonces al ciudadano? Ver claro. Comprender que la política ya no oculta su desnudez obscena, y que la inversión inmobiliaria no es sólo un movimiento económico, sino un escenario donde se juega la gran lucha entre la libertad creadora del individuo y la voracidad de un Estado que, incapaz de producir, sólo sabe gravar, morder y chupar.
La conclusión, amarga y luminosa a la vez, es que los políticos han empezado a hablar demasiado. Y en su verborragia se delata la verdad: el botín somos nosotros.